Autora: Claudia Bursuk
Estas crónicas fueron escritas entre los años 2016 al 2021
- Los inmigrantes
Las fundas de los trajes frenaban nuestro andar, cuando
chocaba con los portones que tuvimos que ir atravesando. Uno de ellos era de hierro
forjado con arco de medio punto. El otro, sumamente bello, como muchos de
los que anticipaban las hermosas construcciones perdidas por demolición, de la
ciudad de Buenos Aires. Estructura era de madera, con arco tudor en
la parcela superior y compartimentos vidriados.El edificio de estilo ecléctico era hermoso,
aunque penosamente modificado en su arquitectura a través del tiempo.
La Av. Rivadavia lo vió nacer allá por el año 1910, cuando
el arquitecto Brogi, lo diseñó para el Club Ciclistico que
se trasladaría del barrio de Recoleta en sus orígenes de 1898, al barrio de
Caballito.
Este Club Italiano, se vestía de fiesta como todos los dos
de junio desde el año 1946, fecha en que fue derrocada la monarquía de la Casa
de Saboya para dar lugar a la "República".
Se organizaba un almuerzo con espectáculo tradicional incluido.
Los mármoles de las escalinatas brillaban. Sería una noche de gala.
El “palcoscenico” armado estaba firme. Era lo primero que
se verificaba, pues las polkas friulanas y las tarantellas del sur que
soportaría, podrían hacer tambalear a cualquiera. Como aquella vez, en que, en
uno de los tantos pueblos que recorríamos para ofrecer nuestras danzas
tradicionales del folklore del inmigrante, se quebró. La placa de aglomerado
del escenario se partió y una pareja menos tuvo en su haber la coreografía,
hasta terminar la actuación. El agujero fue tan grande que pudo hacer
desaparecer como por arte de magia a los bailarines, sin que el resto, ni el
público, se percatara de lo sucedido. Son anécdotas de esas que no pueden contener
nuestra risa al recordarlas.
Pero si bien el escenario del Italiano era firme, no era lo suficientemente grande para albergar a
diez parejas de bailarines. La orquesta arriba y los danzantes abajo. Esa fue
la disposición determinada por los directores.
El lujo y protocolo del lugar no condecía con el escaso
servicio de catering, asignado para nosotros. Solo una, si, solo UNA jarra de
agua y unos pocos vasos plásticos descartables, pedidos en varias ocasiones
para sofocar la próxima hora y media de saltos, y corridas que requería el
espectáculo.
La experiencia en el Club Italiano de Rivadavia, era la
antítesis de la Asociación Calabresa, iglesia de San Otto, en el conurbano
bonaerense donde también íbamos a bailar para las fiestas patronales. Allí, los
humildes inmigrantes nos daban lo que no tenían. Las lasagnas después de la
actuación era nuestra perdición. Eran infaltables, y después del almorzar
continuábamos bailando con la gente al son de los acordeones.
En ése lugar fue la primera vez que tomaría conciencia de
lo que representábamos para ellos nuestras actuaciones con el grupo. Todo cobró
un especial sentido cuando vi correr una lágrima del recuerdo sobre la piel
arrugada del tiempo. Una mujer muy vieja, con atuendos de otras épocas, clavaba
su mirada sobre nosotros. La vi transportarse a otra época. Vi su pollera negra
elevarse por los aires para hacer un viaje de nostalgia sin retorno.
Creo que fue cuando comprendí para que bailaba folklore
italiano. Podía haber sido folklore de cualquier otra colectividad. Tengo descendencia
de moldavos y rusos en 2° grado por parte paterna, españoles en 2° grado y 3°
grado italianos por parte materna.
Las circunstancias hicieron que mi madre me llevara a los
ensayos del GFI ya que los mismos se desarrollaban en una
Sociedad de San Martín donde en el primer piso ella cursaba el profesorado de
idioma italiano. Hija del argentino capitalino Francisco Torchia,
siempre añoró a su padre fallecido cuando ella tan solo contaba con seis años.
Tito, como le decían, era militante del partido comunista,
de la Union Obrera Textil. Hijo de Gregorio Torchia, cuyo
certificado de arribo a América, cuenta su procedencia de Génova en el
buque Nord América, un 22 de febrero de 1885, con 20
años, jornalero y católico.
Con el tiempo se casó un 30 de enero de 1897, con otra
inmigrante llegada a la Argentina el mismo 1885, pero ella con cuatro años de
edad y en otro buque: el Regina. La bisabuela se llamaba
María, vino con sus papás, José Carabetta e Isabel Pignata, agricultores
de Salerno, Italia.
Llegan a Buenos Aires decidiendo abandonarla pronto para
radicarse en el sur de la reciente población de Atte. Brown.
Compran su vivienda ubicada en la calle Bouchard, casi plaza Azopardo a su
propietario, Don Esteban Adrogué. ¡Segunda escritura firmada en el partido
de Brown, ratifica que poblaron Adrogué, no solo por pioneros sino porque
tuvieron 22 hijos! Cinco veces mellizos.
En una oportunidad se realizó una fiesta con sus cinco
generaciones y se juntaron 266 familiares.
Hicimos una visita al Museo, donde está aún la foto de
nuestros ancestros y otros recuerdos de familia. Se prosiguió después con el
almuerzo y allí también bailó el Grupo de Folklore, pero esa, es otra “Cierta
Historia”.
- La Militancia
De la militancia del abuelo Francisco no nos queda mucho.
Un volante con membrete UOT Adherida a la C.G.T. del año
1941, en pleno ejercicio de la presidencia del país del radical descendiente de
vascos Roberto Marcelino Ortíz, nos anuncia:
-” A los textils y vecinos de Dique Luján / CONFERENCIA en
el Almacén BORDOLI Y PARRA. 1° de mayo a las 9:30 horas
OBREROS, VECINOS: La Comisión Directiva de la Unión Obrera
Textil tiene el agrado de invitarles al acto de conmemoración de la fecha de
los trabajadores. Harán uso de la palabra los compañeros Hiriberto
García, Francisco Torchia, una compañera de la Comisión
Femenina del Sindicato y un representante de la Confederación General del
Trabajo. CONCURRID TODOS!!”-
Después, solo recuerdos de la memoria prodigiosa de mi
madre, la cual se encapricho en saber de su padre tan admirado y querido por
todos, que dejó este mundo a los 33 años, a raíz de una enfermedad terminal.
En una foto del diario de la unión telefónica “La Hora” y
del socialista “La vanguardia”, se ve su cortejo fúnebre, y el cajón llevado
por su amigo Meier Kot, compañero sindicalista de la textil y casualmente socio
de negocios del barrio de Villa Lynch, de uno de los nueve hermanos de mi papá,
el tío Enrique. Se ve era una persona reconocida y nosotros no lo sabíamos.
En un libro de Torquato Tasso figura su nombre.
Su sobrina Alicia Bucci Torchia, lo recuerda de éste modo
en un escrito:
“Tito fuel único de esa familia de 10 hermanos que tenía
una biblioteca, pequeña pero explosiva”.
Allí supe quienes fueron Tolstoy, Dostoyewsky, Dante, Marx,
Palacios, y me di cuenta que el mundo no era la nube rosa en que nos amparaban
cuando chicos. En esos libros conocí la injusticia, el hambre y la libertad.
Supe porque muchos no estaban de acuerdo con él; que significaba anarquismo y
socialismo. En esa época no se diferenciaban mucho uno del otro, pero quien era
socialista era un rebelde que defendía el derecho de vivir de su trabajo y con
él conseguir decentemente su techo y su pan.....recuerdo su dormitorio limpio y
ordenado, donde en todo se mostraba la mano de Mercedes -(mi abuela) – la muchacha bonita y callada que
hacía primores con la el hilo y la aguja. Un día, supe qué era el amor al ver
como se iluminaban sus ojos al verlo llegar a Tito. ...Tenía un porte noble, lo
que hoy llaman clase, que le salía de adentro y le asomaba a su mirada
increíblemente clara formando surcos en su hermosa frente...era un ser
especial...Cuando lo descubrí a él yo tenía 13 años, y era el germen de mujer
que ya se preguntaba por qué y para qué era la vida. Ahora que soy vieja, me doy
cuenta que ella está hecha de pequeños momentos que al pasar el tiempo se
agigantan. Como los que pasé en la calle Habana, bajo el emparrado del patio,
comentando y discutiendo los libros que me prestaba. Aquel Ana Karenina que
saque de su biblioteca sin permiso, y cuando supo que lo entendía fue en busca
del segundo tomo, ya sin enojo en su mirada cómplice. Aquellos libros fueron
los eslabones de una cadena d amor y amistad que nada tenían que ver con los
lazos familiares. Ni tío, ni sobrina......”
-La Bajada
Mi madre, como las de muchos bailarines acompañaban a sus
muchachos para ayudar con los preparativos del espectáculo del club italiano.
En ésta oportunidad se haría el repertorio completo: sur y norte de Italia. Se
utilizaría mucha utilería. Canastas con flores, bastones y faroles para una
danza con tinte tirolés, que describe como los campesinos subían y bajaban en
otras épocas las montañas de los Alpes italianos. En Cortina D´Ampezzo, podría
ser imaginariamente la situación de la escena a contar. Las luces del ambiente
se apagarían para en ese momento encenderse la de los farolitos que
nos transportan con su magia al relato.
Esta oportunidad fue muy especial. Mi madre me ayudaba a
empujar la funda abultada debido al vestuario y al fin traspasamos los dos
portones descriptos. Siguiendo el camino hacia arriba que la escalera del hall
definía como única opción, llegamos al corredor que separaba el salón mayor de
los camarines.
Allí, de golpe mamá se quedó quieta, inmóvil y emocionada.
Repetía: -la bajada, ¡la bajada...! -
La bajada del piso pensé, hacía que sufra mareos... pero
ese no fue el motivo. Fueron los mareos de la vida que bajaban en cataratas de
recuerdos.
La bajada que transito con mucho cuidado para no caerse,
con sus pequeños pies de cuatro años envueltos con zapatos Guillermina blancos,
era la misma que pisaba en ese momento.
Ese era el lugar donde un sábado a la noche, había estado
con su padre.
Recordó las incógnitas que siempre tuvo sobre el motivo por
el cual llevarla a un sitio tan paquete donde las señoras lucirían sus largos
vestidos de gala que la rodearían.
Esa noche mamá llevaba un vestido de lanilla amarilla
acompañados por dos moños en la cabeza los cuales el abuelo hizo sacar antes de
salir de la humilde casa del barrio de Devoto, donde vivían. También hizo sacar
de sus uñitas, el esmalte que la vecina de al lado no tuvo mejor idea que
pintar, en pos de colaborar con el evento.
Era un baile de los sindicalistas. El buen mozo del abuelo,
recibía la visita entusiasta de todas las damas y elogiaban a la pequeña María
Elena. Mi abuela Mercedes fue siempre, la encargada de la confección
impecable de todos sus vestidos. Su oficio de modista se lo permitía.
Las músicas de grabaciones de orquesta ya se escuchaban.
Dirigiéndose al guardarropa para dejar los abrigos y sombreros se podían ver
los grandes cortinados de terciopelo rojo con borlas de seda dorada.
La tarima estaba preparada. Ese día iría la recientemente
formada, orquesta del Maestro Pugliese.
Recordó el viaje en el ómnibus 66 x Av. San Martín hasta
J.M. Moreno y Rivadavia. El puente desde donde se veía el Hospital Alvear, el
cual el papá indicó, sin decirle que allí había fallecido su mamá, cuando él
tenía ocho años.
Otra vez, la orfandad provocando vacíos, que en ocasiones
puede recuperar la bajada de un edificio, unos cuántos recuerdos atravesados en
él y el arte, contándonos las mínimas historias verdaderas. Bellas,
emocionantes, hacedoras de cultura, reflejo de un momento histórico. Quehacer
artístico comprometido que invita a reflexionar y a hacer de él una militancia.
A través de mi abuela materna Mercedes, no solo se revelan
en mí las artistadas sobre tarimas, haciendo comedias musicales, teatro,
títeres y danzando folklore italiano y tango. Papá estaba
de novio con mamá. Era el año 1953 y el destino de la Luna de Miel sería La
Falda.
Casualmente, cuando mamá tenía doce años, fue a vacacionar
con sus tíos Juan y Carmen a esa ciudad, en la provincia de Córdoba. Paraban en
la Hostería José Manuel Estrada. Como el tío andaba mal de los pulmones, sus
primos Paco y Porota Meroño (la recordada madre de Plaza de Mayo) recomendaron
ese paraje, cuyos dueños Joaquín Tur y Doña Pepa, eran como ellos, militantes
anarquistas.
Muchos años después, al ver una foto tomada de esas vacaciones de mi
mamá, mi padre exclama:
-Oh!!! ¡Allí
estuvimos nosotros con CARTEL! - Y en el mismo verano…
Cartel, era una Compañía de teatro independiente anarquista
que se hospedaba en la hostería para hacer la función en un club de La Falda.
Los integrantes, todos amigos y algunos conocidos por mí: Pibe Rudaeff; su
futura mujer “Mina”. Mi tía Raquel y Lidia
Bursuck, tía Lidia Bursuk. (de la cual llevo mi segundo nombre), Jaime Bursuk; Samuelito;
Aroon; Olga. De Avellaneda Enrique Bianchi “Quito”, su hermano Héctor;
Juancito; Carlos López, quien después se casó con la tía Lidia y años
posteriores a su muerte, rehízo familia con tía Nelia Bursuk, también
integrante de la Cía.
Nasso era el
director general, y con su esposa Josefa adoptaron a Marta y a su hermana. Marta, a su vez se casaría con mi tío
Jaime.
La
compañía ensayaba en la calle Arengreen , barrio de Paternal. Era la casa de mi
tía abuela Teresa, quien se ganaba la vida recibiendo pensionistas en su casa
grande de Capital Federal. Pibe, uno
de los integrantes de la compañía alquilaba una pieza allí, por lo que fue él, enlace
para que se pudieran pasar las obras a representar.
Mi madre tuvo también su minuto de fama. En la obra que se realizaba en El Casal de Cataluña, “Nuestra Natacha”
de Alejandro Casona, la tía Aida tenía que subir a decir su texto: -Llegó María-. Pero Aida no pudo asistir.
Así que María Elena, que ya estaba noviando con papá (Marcos Bursuk) pasó de
encargarse junto al tío Noé Bursuck de los registros administrativos del grupo
de amigos, a subir al escenario para el tan trabajoso texto.
Cuando digo los temas administrativos me refiero a las
actividades recreativas que realizaba el grupo junto a otros amigos, yendo a
una isla del Tigre. En una foto de salida a una quinta de Bernal, se los ve a
una treintena de jóvenes, en su día de domingo. También asistían a la
Biblioteca José Ingenieros.
Papá tenía repetidas como seis fotos de cada una de esos
días, para repartir entre compañeros, pero mi madre tiró las repetidas y amplió
algunas para que “él tenga” al igual
que ella, sus recuerdos.
Esa noche del debut y despedida de mamá de los escenarios
porteños eran épocas de Perón y estaba todo prohibido según ella. Después de la
función salieron los cuarenta anarquistas integrantes de la compañía y también amigos,
caminando tranquilos por las calles poco iluminadas. Solo una bombita en cada esquina.El Casal
estaba cerca de la Estación de trenes Constitución y la zona estaba llena de policías.
Mi tía Nélida salió delante de todos cantando “Hijos del Pueblo” sin importarle que casi los llevaran presos. Al
fin, fue callada por sus compañeros sin dejar por eso, su habitual impronta
rebelde en la urbanidad nocturna.
FIN